Ícaro sin alas
El circo llegó a Paris una tarde de Septiembre.
Era una de esas antiguas compañías decadentes a la que a penas el público acudía ya a visitar, porque todos conocían sus números de memoria. Estaba el viejo mago que sacaba pañuelos de colores de un sombrero de copa raído, el domador y sus leones sobrados de peso y aburridos, los enanitos que hacían el número del coche…BALADA PARA ADELINA
Lo único que diferenciaba este lugar de otros era la trapecista. Una joven bella y esbelta, que volaba de trapecio en trapecio, como si las reglas de la física se detuvieran sólo para ella.
Una de las enanitas la miraba siempre embelesada. Nunca había aceptado su altura y se sentía gruesa y fea, un gusano al lado de aquella libélula mágica que vestía de plateado siempre en las alturas. Así que, casi sin darse cuenta, comenzó a dejar de comer para parecerse a ella. Ya no probaba las tartas de fresa que siempre le habían encantado, dejó de probar bocado y vivía a base café con edulcorante. Se encerraba en el baño para vomitar. Una y otra vez, hasta que ya no podía más que sacar bilis de su propio cuerpo menguado. Un día se encontró lo suficientemente delgada para intentarlo. Y en medio de la función, todos la vieron de pronto encaramada al trapecio, con un brillo frenético en su mirada. Decidida se lanzó. Alcanzó el primer trapecio con una gracilidad inusual en ella, pero ya no pudo con el segundo, estaba demasiado débil.
Cayó.
Nunca nadie podrá olvidar el día en que la enana que quería convertirse en mariposa murió en París.